La loca de Chillán hace el número 10 de mis novelas propiamente dichas y el 14 o el 15, según se mire, de mis libros de narración, pues como tales hay que conceptuar El rey mago y su elefante (memorias de mi niñez), El toreo y las luces (memorias taurinas), La era de Mairena (memorias flamencas), La cruz de don Juan (memorias políticas) y, aparte de algunos relatos juveniles, Mano en candela, que a mi juicio tiene de novela tanto como de libro de memorias. Con este último relato tenga acaso cierto parentesco La loca de Chillán, aunque sólo sea por la presencia en él de personajes reales con sus nombres verdaderos junto a los protagonistas principales, personajes enteramente de ficción por más que muchos de sus rasgos estén tomados de la realidad. Si algo caracteriza a relatos de este jaez es la combinación de la realidad con la imaginación llevada hasta un extremo en que no es fácil ni siquiera para el autor distinguir lo imaginado de lo realmente sucedido. Eso es justamente lo que nos ocurre a la mayoría de los mortales con lo que se sueña y lo que se recuerda. El escenario en que mis ficciones se desarrollan es el mundo en el que me ha tocado vivir, del que creo dar, sin más recursos que sueños y recuerdos, un testimonio más verosímil del que daría limitándome a consultar archivos y hemerotecas. Ya sé que a veces es la Historia más novelesca que la ficción, pero hoy que tanta historia ficción se escribe, bueno será tomar distancias de género tan nefando dando la Historia por sabida y poniendo en escena a unos personajes que entre bromas y veras encarnan los modos de pensar y de comportarse propios de una época. El ser humano es muy complejo y el arte del novelista está en tomarlo en su integridad, con sus luces y sus sombras, y lo mismo cabe decir de las situaciones en que lo pone el destino. No hay por otra parte que extrañarse de que el autor se asome en persona a alguna de las páginas del relato. Es un homenaje a Alfred Hitchcock, uno de mis cineastas preferidos.