Imagina que tienes cuarenta y pocos años, tres hijos, un gato, una vida estable, el colchón más caro de El Corte Inglés recién comprado a plazos y, un día, a tu marido le trasladan por trabajo a Miami.

Cuatro meses después, te encuentras a más de 6000 kilómetros de Madrid (en un supuesto paraíso) poniendo tu marcador a cero, luchando con la humedad relativa del mil por cien, lidiando con los simulacros de intruso armado en los colegios de los niños, los huracanes, el precio del aceite de oliva, sin trabajo por tu nivel de inglés y colocando tu duelo al final de cola.

Pasan los meses y tienes que conocerte de nuevo porque cuando cambias de continente y de cultura todo es una dramedia y durante un tiempo es como si andaras por la cuerda floja, haciendo equilibrios para esquivar todas las "primeras veces" a las que tienes que enfrentarte. Unas divertidas y surrealistas como Miami y otras muy chungas. Pero las cosas van mejorando, los niños se adaptan, tú escoges una academia de inglés cualquiera, empiezas a hacer amigos que serán familia, comes más paellas que en una vida valenciana y llega un momento en que ya estás enganchada a tu nueva situación. Pero la vida es como un huevo Kinder y cuando ya te mueves por la ciudad sin GPS, llegan otras sorpresas.