Jane y Rachel, dos niñas que parecen surgidas de una fotografía de Lewis Carroll, conversan bajo la mirada de su tutor, en un lugar impreciso de Inglaterra, sobre temas tan trascendentales como la muerte, el vacío, el poder o los orígenes. Arrogantes, severas y melancólicas, las dos parecen dar por supuesto que es legítimo, y en absoluto vergonzoso, hablar de esas grandes cuestiones a su edad. Pero en ese ambiente cerrado y opresivo las cosas cambian con la aparición de cierto ángel de la guarda, mientras, poco a poco, el reflejo que cada una de ellas ve de sí misma en el espejo va asemejándose cada vez más al de la otra. Esa tesitura propicia lo que escritores como Enrique Vila-Matas admiran en Jaeggy: «consigue muchas veces en una sola página, y a veces en una sola línea, que se haga visible de golpe, a modo de repentina revelación, la estructura desnuda de la verdad».