Aquel guerrero de casi dos metros de músculos bien proporcionados, y dotado de una fuerza descomunal, en cuanto se encontró frente a los soldados de imperio se aplicó con una furia inusitada en destrozar con su hacha de doble filo los cuerpos de los legionarios que se atrevieron a desafiarle. No había escudo ni armadura que pudiera soportar aquella contundencia de golpes; ni hombre que aguantara un solo envite de sus brazos. Manejaba aquella pesada arma con la misma habilidad y rapidez que un romano su espada corta, lo que rápidamente provocó entre las filas enemigas un lógico temor a ser alcanzados por uno de aquellos mortales hachazos. Las sacudidas eran iniciadas desde el punto más alto de detrás de su cabeza, para acabar con un rápido movimiento de las caderas hacia adelante, lo que imprimía una terrible descarga sobre la víctima elegida. Y ese proceder daba ejemplo y ánimos a sus compañeros de armas, a la vez que acobardaba a esos que ya se veían sucumbir materialmente descuartizados bajo las afiladas hojas. Daba igual donde golpeara, pues los efectos resultaban devastadores.