Después de unos meses en Londres, Agatha regresa a su adorado Carsely, en plena campiña, donde también se encontrará con su querido James Lacey. Querido a su manera, porque hasta ahora Agatha no ha interpretado de forma irrefutable las señales que surgen de la interacción con su vecino (y ocasional compañero de pesquisas). Menos mal que ha llegado la ocasión de dar un giro a la vida plácida y un poco aburrida de los picnics y cotilleos a media tarde. Sí, en una granja del vecindario ha aparecido la fruta más tentadora de cualquier temporada: un cadáver. Al parecer, la víctima era un espíritu libre, una excursionista joven y animosa, de muslos incansables, con vocación de líder y una meta en la vida: defender los derechos de paso a través de las propiedades rurales, por encima de cultivos, senderos privados y otras lindezas, sin importarle las protestas de ningún aristócrata relamido. De esos hay unos cuantos en la comarca, y alguno incluso tenía cuentas sabidas con Jessica, la difunta. Así que ahora empiezan a aparecer sospechosos en la agenda de Agatha. Pero esta vez va a contar con una estrategia estimulante: ella y James van a infiltrarse entre el grupo de excursionistas que seguían los pasos de Jessica. Y para no levantar sospechas fingirán ser marido y mujer. Quién sabe. A lo mejor con este embrollo acaba matando dos pájaros de un tiro.