1879. Un tipo entrado en años, bien vestido con su levita y probablemente sombrero de copa, camina por la calle, de jarana, rodeado de varios amigos tan proclives a las calaveradas como él mismo. Este hombre es don Gonzalo de Saavedra y Cueto, marqués de Bogaraya, grande de España, hombre muy querido en la corte (borbónico hasta las cachas) y persona de futuro político, pues algunos años más tarde será alcalde de Madrid. Ese día, el señor marqués va, como sus amigos, algo achispado, con ganas de marcha, diríamos hoy.
Por el camino hacia el Fornos, donde han decidido cenar, los alegres señores se encuentran con un perro. Uno de tantos que hay entonces vagabundeando por Madrid. Perro, según las crónicas, de raza indefinida, tamaño tirando a pequeño y pelo negro. Es probable, aunque no lo sabemos, que el can, oliendo su destino, se acerque a las perneras del señor marqués y se frote contra ellas, para caerle simpático. El caso es que lo consigue.
Esa tarde de 1879 se encuentran un aristócrata borbónico y un perro vagabundo, que duerme en las cocheras de la calle Fuencarral junto al tranvía que, tirado por mulas, une la calle Alcalá con la glorieta de Cuatro Caminos.
Esa tarde nace el mito del perro Paco, personaje que, sin duda, merecería ser el protagonista de su propia novela y que inaugura nuestra serie de entradas sobre personajes (que deberían ser) literarios.
La broma que se inventan Bogaraya y los suyos es dar de comer al perro. Bueno, más que darle de comer, invitarle a cenar. Ni cortos ni perezosos, lo llevan al Fornos, le arriman una silla, lo suben a la dicha silla y, una vez allí, tratándolo como a un comensal más, piden para él un plato de carne asada, que el perro engulle lentamente. Terminado el ágape, el señor marqués pide una botella de champán y, derramando gotas sobre la cabeza del estoico perro, lo bautiza: Paco.
En ese Madrid que no es entonces más grande que algunos barrios menores del de hoy, la historia se conoce pronto. Tanto que, para cualquier parroquiano del Fornos que se precie, casi para cualquier madrileño, invitar a Paco se acaba convirtiendo en una especie de obligación. Cada noche, el perro, que es perro pero no tonto, se acerca por Fornos. Allí le permiten la entrada como a un parroquiano más y siempre hay alguno que encarga al camarero el consabido plato de carne. Al perro se le sirve en una mesa, como a cualquiera y, tal y como ha aprendido, se sienta en la silla, y come. Cuando termina, simplemente espera a que su benefactor de esa noche se retire a casa.
Y de allí, a la fama. Paco comienza a ser admitido también en los espectáculos públicos. Si había butaca libre en el teatro Apolo, en ella se sentaba. Si el teatro estaba lleno, los espectadores se apretaban en sus asientos para dejarle sitio. Y allí se quedaba, viendo la representación. Una vez terminada, a Fornos a cenar de gorra.
Lo que más le gustaba a Paco eran los toros. En aquel entonces, la plaza de toros de Madrid estaba entre las calles Goya y Jorge Juan (y ésa es la razón de que sea tradición de los toreros vestirse en el Hotel Wellington, en la calle Velázquez, a un tiro de piedra de aquella ubicación). Los días de lidia, los madrileños subían a los toros calle Alcalá arriba. Y Paco junto a ellos, como uno más. Ocupaba localidad como cualquiera y asistía al espectáculo de la cruz a la raya. Al terminar las faenas, muerto el toro, gustaba de saltar a la arena y hacer unas cabriolas, para regresar a su localidad con los clarines que anunciaban el siguiente toro. A la gente eso le gustaba. Salvo a los puristas. Mariano de Cavia, por ejemplo, escribió crónicas poniendo al perro a parir por esos espectáculos, que consideraba indecorosos con la lidia.
De hecho, podría decirse que fue la excesiva afición a los toros la que le costó la vida al pobre Paco. La tarde del 21 junio de 1882, un novillero lidiaba, malamente, a uno de los toros que le había tocado en suerte. En el momento de la suerte suprema, nadie sabe por qué (habría que saber de psicología perruna), Paco saltó a la arena. Comenzó a hacer cabriolas, como reprochándole al lidiador su escasa pericia. Éste, temiendo tropezarse con el can, y para sacárselo de encima, le dio un estoconazo.
A duras penas sobrevivió el lidiador a las iras del pueblo de Madrid, que quería lincharlo. ¡Había herido a Paco! Finalmente, el empresario teatral Felipe Ducazcal, hombre muy querido en Madrid, consiguió apaciguar a las masas, y llevarse a Paco para que lo cuidasen. Mas nuestro can nunca se recuperó y murió poco después. Tras una etapa sin pena ni gloria disecado en una taberna de Madrid, fue enterrado en el Retiro.
Como nunca llegó a reunirse dinero para hacerle una estatua, no sabemos dónde está enterrado ni qué tipo de perro era, su raza. Lo que sí sabemos es que todo un pueblo, el de Madrid, se aplicó a quererlo, a alimentarlo, a respetarlo. Lo que empezó como una broma terminó siendo un fenómeno de masas, pues incluso hubo avispados comerciantes que lanzaron productos «Perro Paco».
Una pena que tan ilustre personaje no hay sido protagonista de una novela. ¿Conocéis otros que ostenten tal mérito?
Madrid, 23 may (Ana García Aranda, Quelibroleo)