Si hay que encontrar un motivo, lo atribuiría al hecho de haber perdido el vínculo de conexión con el exterior que hasta entonces había formado parte de mi normalidad. Estoy segura de que, al no ver, al no poder mirar a mi alrededor, empecé a hacerlo hacia adentro. Y dentro, descubrí un vasto terreno inexplorado. Allí había de todo, y era como seguir viendo. Todavía hoy mucha gente me dice que siempre estoy seria. No se trata de estar o ser seria sino de que a menudo tengo la vista de mi mente vuelta hacia el interior. Por supuesto, esta circunstancia no habría bastado por sí sola. Mi forma de ser abonó el terreno para convertirme en una máquina de imaginar, y muy pronto sentí la necesidad de ir vaciando ese contenido en un papel. Leer, imaginar y escribir. Creo que ése fue el orden correcto. Cuanto más leía, más se desbordaba mi imaginación. Entonces me sentaba ante mi máquina de escribir braille y comenzaba una novela que terminaba en dos o tres días. O un poema. O mi diario. Cualquier cosa. Mantenía correspondencia con mis amigas, cuando lo de las cartas era un modo habitual de comunicarse. Largas, larguísimas cartas que en sí ya constituían un ejercicio de escritura constante.
En aquella época, cuando todavía era una niña, en los ratos de recreo y en los descansos después de comer hasta la primera hora de clase de la tarde, mis amigas y yo jugábamos con historias. Sí. Primero pasábamos un rato (a veces empleábamos más de un día) inventando unos personajes. Les poníamos nombre, edad, características físicas, lugar de nacimiento. Después pensábamos una historia para ellos: cómo se conocían, qué circunstancia les unía, cómo se enamoraban, por qué peripecias pasaban y qué problemas les agobiaban. Y ya estaba listo el juego. Entonces, lo escenificábamos. A veces nos ceñíamos al argumento previo; otras, los personajes parecía que cobraban vida, que tenían voluntad propia y, llegado este punto, surgían subtramas que desarrollábamos de un modo espontáneo.
Con el tiempo, abandonamos este juego, pero yo atesoré una gran cantidad de historias en el cofre de mi memoria. Muchas son inverosímiles, por exageradas. No se me ocurriría escribirlas. Pero Éric forma parte de una de ellas. No su drama particular, éste nació para el libro. Sí el hecho de ser una persona sorda, y varias de las escenas de la novela. El día en que vi un reportaje sobre los perros señal en el informativo infantil de TV3, supe que tenía que rescatarlo y darle vida.
Durante un año y medio trabajé dando clases de braille a adultos, personas que habían perdido la vista a partir de los 18 años. Tuve una alumna sorda con un mínimo resto de visión. Para poder instruirla, aprendí la lengua de signos. Y me fascinó. Llegué a poder conversar, aunque por desgracia lo he olvidado todo, porque sólo la utilicé con ella mientras duraron sus clases.
Un buen día supe que quería escribir sobre la capacidad del ser humano para superar situaciones traumáticas. En estas ocasiones, la tendencia a guardar los sentimientos bajo llave de muchas personas (incluida yo) es muy elevada, cuando es evidente que compartiéndolos, la carga se aligera. No es fácil, pero puede lograrse. Y mi intención era plasmarlo. En ese momento hice acopio de elementos, los sumé y me dispuse a crear la historia de Éric y Clara.
En esta época tan convulsa que nos toca vivir, quise dedicar mi tiempo y mi esfuerzo a los sentimientos, a las emociones, a la esperanza. A medida que el libro avanzaba, ocurrieron cosas en mi vida que por un lado frenaron el proceso de escritura, y por otro, alimentaron con vivencias y emociones que hasta entonces no había experimentado mi afán por transmitir un mensaje de optimismo. Tenemos dos opciones: estancarnos en el dolor, o luchar por asumirlo y convertirlo en un motor positivo que nos ayude a seguir adelante.
Marta Estrada (Sant Pere de Ribas, 16 de mayo de 2013)
Un refugio para Clara
Marta Estrada
DESTINO
Una tarde de lluvia, Clara pierde el control del coche que conducía provocando un accidente que dejará a Belén, su hija de siete años, parapléjica. Las horas en vilo en el hospital, los días en coma, los meses de rehabilitación intentando que la vida de la pequeña consiga algo de normalidad, le revelan a Clara que puede sacar fuerza de no sabe dónde para afrontar la tragedia, pero a la vez, la van sumiendo en un estado de agotamiento y culpa que su exmarido, absolutamente insensible a su dolor, aviva y alimenta. Unos días de excursión del colegio de Belén le permiten finalmente tomarse un respiro y Clara emprende un viaje a un lugar del Pirineo donde encontrar un poco de paz. Pero una tormenta de nieve la hace tomar el rumbo equivocado y la obligará a refugiarse en la cabaña de un hombre arisco y taciturno, Éric, quien a pesar de ofrecerle su ayuda resulta molesto con su presencia. Ese tiempo en la cabaña, aislados del mundo, serán días de confesiones mutuas, de pequeñas y grandes complicidades entre dos seres heridos pero con una férrea voluntad de vivir. Y también serán días de grandes descubrimientos, de los cuerpos y de los corazones, y de la revelación de que no existe nada más erótico que el amor.