Vivió varios años en países extranjeros, se enamoró de tierras lejanas como la India y del modo de escribir versos en Japón, se mantuvo lejos voluntariamente, pero siempre, tras cada huida o viaje, Octavio Paz volvió a la ciudad monstruosa y hermosa que lo vio nacer y morir.
«La veía como su ciudad, como este inmenso lugar de epifanías, donde sucedían cosas inesperadas. Cosas bellas o feas, todo para él era un momento para celebrar», cuenta la poetisa Roxana Elvridge-Thomas.
Abrazando su antología poética autografiada por Paz, Elvridge-Thomas habla del amor de éste por una ciudad que tiene «una importancia fundamental» en su obra, pese a que la vida del nobel de literatura fue un constante viaje.
«Casa grande
encallada en un tiempo
azolvado. La plaza, los árboles enormes
donde anidaba el sol, la iglesia enana
-su torre les llegaba a las rodillas»
cuentan unos versos de su poema «Pasado en claro» (1975).
Hablan de su primera casa, la que lo vio nacer el 31 de marzo de 1914, ubicada en el barrio de Mixcoac, en una plaza en la que hoy todavía reinan los árboles gigantes y hay resquicios del pueblo que un día fue, hasta que la gran ciudad se lo comió.
Pertenecía a su abuelo, Ireneo Paz, un escritor e historiador cuya biblioteca fue la que introdujo al niño Octavio a la literatura, el germen de lo que sería su gran pasión, la escritura.
Hoy en día sigue en pie, aunque como cuenta a Efe en una entrevista la maestra Elvridge-Thomas, «está muy transformada», pues es un convento de monjas desde hace ya tres décadas.
Todavía se mantienen dos habitaciones casi intactas a la entrada de la casa, a la izquierda, lo que era el comedor, con esos grandes ventanales por los que se asomaba el niño Paz a mirar la plaza; a la derecha, la sala de estar que hoy es un recibidor de las monjas.
Y ahí sigue la pequeña iglesia de la que Paz dijo que «parecía más hecha para los pájaros que para los hombres», que tantas evocaciones le provocó.
Elvridge-Thomas recuerda los viajes de Octavio Paz a Estados Unidos a los cuatro años, con su familia; a España, al congreso de escritores antifascistas, a los 23 años, o su periplo internacional como diplomático en países como Estados Unidos, Francia, la India o Japón.
Todos acabaron marcando su obra, pero México siempre fue su principal tema ya que, como dice su amiga, la escritora Elena Poniatowska, «siempre escribió de las cosas más cercanas a su corazón».
«Aquí está su infancia, aquí están sus raíces, aquí está su formación primera, aquí está donde leyó sus primeras obras y aquí está donde regresó, siempre regresó, en cuanto terminó su periplo internacional, regresó», añade Elvridge-Thomas.
Y por ello tiene poemas en los que regresa a la Ciudad de México, a lugares concretos como el Antiguo Colegio de San Ildefonso, en donde estudió la preparatoria.
«A esta hora
los muros rojos de San Ildefonso
son negros y respiran:
sol hecho tiempo,
tiempo hecho piedra,
piedra hecha cuerpo.
Estas calles fueron canales.
Al sol,
las casas eran plata:
ciudad de cal y canto,
luna caída en el lago
(«El nocturno de San Ildefonso»).
Frente al antiguo colegio que hoy es museo en donde se conservan intactos los murales de los grandes (Diego Rivera, David Alfaro Siqueiros y José Clemente Orozco, entre otros), descansan las ruinas de la que fuera capital del imperio mexica, Tenochtitlán.
Destruida por los españoles tras la conquista y cubierta por una nueva ciudad, hoy es muestra perfecta de las dos grandes constructoras de la identidad de México, un tema del que Paz siempre reflexionó en textos como su gran obra, «El Laberinto de la soledad» (1950).
«La historia de México es la del hombre que busca su filiación, su origen. Sucesivamente afrancesado, hispanista, indigenista, ‘pocho'(mexicano nacido en EE.UU.), cruza la historia como un cometa de jade, que de vez en cuando relampaguea», apunta un fragmento del libro.
«Siempre regresaba porque amaba esta ciudad, amaba México y desde el principio en este ensayo fundamental, trata de explicar a México y al mexicano (…) Siempre trató de regresar a esto que le parecía algo monstruoso y hermoso al mismo tiempo», cuenta Elvridge-Thomas.
Como comenta a Efe su también amigo y escritor Alberto Ruy Sánchez, él «amaba a México y los grandes enigmas de su búsqueda como creador e intelectual se alimentaban en México».
El 19 de abril de 1998 Octavio Paz murió en el barrio de Santa Catarina (barrio capitalino de Coyoacán), en una casa que el Gobierno le prestó (hoy convertida en la Fonoteca Nacional), después de que su apartamento del Paseo de la Reforma se incendiara, quemándose gran parte de su biblioteca.
Ya nada queda que recuerde al poeta en ese edificio de Reforma ubicado frente al Ángel de la Independencia, en donde Octavio fue feliz con su esposa, Marie Jose Tramini, sus plantas, sus gatos y sus libros.
Tampoco hay nada de él en el lugar donde se reunía con otros intelectuales, el mítico Café París de la calle Filomeno Mata, que hoy es el restaurante Pagoda, pues el antiguo se quemó.
Ni de aquel «perímetro intelectual» del centro histórico en el que reinaban las librerías como la francesa y lugares de ocio como el Kiko’s, el Ambassadeurs, el Waikikí…
La Ciudad de México ha cambiado desde que Paz dejó de pisar sus calles, aunque su alma sigue intacta, ese espíritu ambiguo que el poeta de los ojos azul intenso dejó plasmado para la eternidad en sus poemas.
México, 29 mar (Paula Escalada Medrano / EFE)