Mi vida no cambió de pronto, pero cobró sentido cuando leí la última página y supe de mis pocos aciertos y de mis muchos errores. Lo que no imaginaba es que un perro de raza beagle me enseñaría tanto sobre un día a día del que creía conocer algo. Y no, claro, Max -o Pepe, como el lector prefiera- no necesitó de tiza ni de encerado, le bastó con observar a los humanos, a sus humanos, para determinar cuál era el camino correcto y cuál el embarrado, aquel donde se detienen la felicidad, el amor y los sueños. Como Max, todos morimos en cada despedida, así de letal es un adiós; como sus dueños, nos perdemos en el laberinto de la existencia por un tiempo o para siempre. Sin embargo, todos sabemos el nombre de nuestro guía, los apellidos de quien nos hace felices, y no se trata de exigirle responsabilidades -seguramente las tenga todas- solo de que sus labios se abran y con un te amo calmen el temblor de nuestra boca. Y de pronto cambió mi vida no es una fábula, es una moraleja convertida en narración luminosa, una novela que nos recuerda nuestra extraña habilidad para no ser felices, la esperanza de todos aquellos por los que la soledad aún no ha pedido rescate. (Jorge Juan Trujillo, 10 de octubre de 2017)
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