Levanté la lona. En el fondo de mis ojos se proyectó el bulto borroso de un cuerpo de mujer. Retrocedí, pero sin dejar caer la lona. Me pesó la mano que sostenía el mechero. Camisa de franela a cuadros verdes y rojos, vaqueros. La coleta desaparecía por su hombro derecho y reaparecía a la altura del codo. Ninguna herida a la vista. Tez de yeso, mate, pero con un pequeño brillo en los ojos no cerrados del todo, en las ranuras aparecía un destello diminuto y lejano que sólo podía ser el reflejo de la llama del mechero. La boca entreabierta, los incisivos de un blanco más limpio que la piel, pero, lo advertía por primera vez, dos rayitas negras indicaban que no estaban parejos del todo. Tenía los brazos abiertos de forma forzada, pegados al cuerpo. Las piernas estaban estiradas y juntas, la sombra de una extensa mancha oscura en la entrepierna.pierna.
Canas. Barquín peina un diez por ciento de canas. Es lo que lleva gastado de su vida, y le parece poco, su cabello lleva mal las cuentas. No costaría nada confundirlo con cualquiera de los delincuentes a los que persigue, o quizá no, quizá su sentido del humor caústico lo diferencia definitivamente de los demás.
Una noche entre semana, Barquín toma su trago en un bar de alterne cuando irrumpen dos atracadoras. Dos niñas bien, por su aspecto y porque tratan a los clientes como palurdos. Barquín sufre un flechazo: se enamora de una, la más alta y cargada de espaldas. La lámpara de la caja, cuando ella se entretiene estudiando el teclado, ha tallado su rostro con sequedad, pero se cubre la cabeza con una gorra azul de marinero, de la marina mercante, con los galones, si Barquín no ha visto mal, de capitán. Encantadora. No importa que le ponga al cuello una pistola, o que pinche a Calatrava Golden, uno de los gorrones del bar, que ha pretendido hacerse el valiente con ella.
Un estilo burbujeante, incisivo, pero de sólida elaboración.