A Eduardo Arrollo lo tiranizan los recuerdos. Su mundo está minado por fantasmas del pasado porque lleva consigo la pesadísima losa del remordimiento. Por eso abandonó su isla y se fue a una ciudad innombrada pero identificable con cualquier ciudad cuyas ventanas se nos revelen como fantasmagóricos nichos. El trabajo de Eduardo Arrollo consiste en preparar a los muertos para su último viaje. Pero eso no basta. Deberá esquivar las trampas que le pone su remordida conciencia para que su oficio no le ciegue. Pero eso tampoco basta porque los cadáveres están ahí, por todas partes, a la espera de cualquier paso en falso. Mimodrama de una ciudad muerta es una novela engañosamente pesimista. Hay en este goloso ejercicio narrativo deliberadas trampas y no menos deliberadas bondades. Cuando un día Eduardo Arrollo tenga que desatender las rutinas impuestas por su oficio, un ejército de difuntos luchará por impedírselo. Le reclamarán que continúe embelleciendo sus rostros y el protagonista deberá decidir si cruza o no la frontera que separa el valor de la cobardía, la verdad de la mentira, la vida de la muerte.