¡Santo Dios, un negrero! oyó murmurar a Sam, detrás de él. Un negrero, un barco de esclavos. Y el olor era el de los seres humanos apiñados y encerrados bajo las escotillas. Olor a orina y a excrementos. A sangre. A miedo, desesperado y suplicante, a lo desconocido. Peor, mucho peor que el de la sil...