¿Debe la humanidad regresar a la naturaleza, a fin de no ser exterminada por ella? Esta es la pregunta que sacude cada vez más insistentemente la conciencia contemporánea. En efecto, extendida la creencia de que padecemos una crisis ecológica global que nos sitúa al borde mismo del precipicio, es necesario plantear qué tipo de sociedad queremos, si queremos que la sociedad –simplemente– sea todavía. Y es que el cambio cultural iniciado por el movimiento verde hace cuatro décadas parece haber triunfado: todos somos, al fin, verdes. Nadie discute la necesidad de construir una sociedad sostenible. Sin embargo, el debate público sobre el medio ambiente, teñido a partes iguales de exageración y sentimentalismo, está lejos de desarrollarse en los términos correctos. Porque no podemos regresar a una Arcadia que nunca existió. La naturaleza se ha convertido en medio ambiente humano, no podía ser de otra forma. Esta premisa debe ser el fundamento de la política verde del futuro: una política realista. Y una política que afirme los mejores valores del orden social moderno, para propiciar su gradual adaptación –ya en marcha– a las exigencias medioambientales. La crisis ecológica no puede convertirse en pretexto para otra revolución pendiente: a una crisis imaginaria no puede responderse con una sociedad imaginaria. ¿Puede una sociedad, en cambio, ser verde y liberal? No sólo puede, debe serlo. Eso significa que la sociedad sostenible será abierta, democrática, global. O no será.