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Resumen

Aquella ciudad, por el sonsonete de sus jornadas, por la pereza de sus almas, por el aburrido bostezo de sus perros, por los olores que eran siempre la misma mezcla sin viento, por el sonido de su silencio —zumbido y nada más que eso—, por la regla de las reglas que la regía y que era una ley o un mandamiento casi, y que daba nacimiento a lo que era lógico considerar como ramas de un mismo árbol puesto que lógica era su savia... En fin, toda aquella ciudad tenía necesidad de una cofradía. Alguien dijo «merecía una hermandad» pero yo no quiero testimoniar de este parecer en mi relato puesto que no comprendo si «merecer» quiere decir ironía, sentencia o premio. Todo comenzó, en lo que a mí respecta, una tarde de verano, fuerte en temperatura e inerte en el desplazamiento de su calor, lo que obligaba a Meleguindo, sentado al borde del muelle, a respirar y transpirar el mismo aire cargado de penuria. Sus observaciones se limitaban a seguir la corriente del río que tenía enfrente o a remontarla con igual mirada. Y en ello se fatigaban de verdad los músculos de sus ojos como si tuviesen que nadar de un lado para otro. El sol, bien situado sobre su cabeza, le producía la agradable sensación de dominación completa al ser el único a quien la idea de salir a esta hora de la tarde podía ocurrírsele. Los demás, todos, hasta el más ambicioso o el más avaro, se escondían en una siesta densa del espesor del calor que hacía. Estaba aislado. Y estaba desierto, e incluso había ciertas alucinaciones que los rayos solares aplicaban a la masa interior de su cabeza; disparates éstas que se conformaban en inventarle colores, producirle una sed intensa que calmaba con sorbos de vino arrancados a su odre, y algunas veces en tantos años —tres o cuatro erecciones sin consecuencias. Atajó el movimiento de sus ojos para detenerse un instante sobre el tronco pútrido que flotaba bajo sus piernas. Exactamente el mismo del día anterior que hacía creer que no se había desplazado con la corriente. Luego tuvo la certeza de que el verano pasado, a igual hora y en el sitio de ahora, una madera idéntica reposaba a sus pies. —El sol… —pensó, pero éste no pronunció palabra aunque hubo una explosioncita en su seno.